4.8.11

LA AMIGA DE LOS PAJAROS


Emily Dickinson se ha ganado en la mira de los críticos y analistas de la poesía norteamericana el calificativo de ser una persona excéntrica, extraña y solitaria. Si nos atenemos a la verdad, su conducta, ajena a la vecindad de nuestros tratos, al trasiego del cuchicheo; más cercana quizás al susurro, a la observación de la estructura interna de los procesos existenciales –no todo el que ve pasar un funeral, lo ve de la misma manera- y el no ajustarse a la conducta de las personas circundantes, puede inducir a la percepción equívoca de un ser altamente comunicativo y gentil hacia territorios vedados para el sujeto ordinario. Al penetrar su cuerpo literario topamos con un delicado caso de expresión capital. Mil setecientos setenta y cinco poemas, mil cuarenta y nueve cartas y ciento veinticuatro fragmentos en prosa calificados por la crítica exigente como lo más original y perturbador escrito por mano de mujer en toda las letras de Norteamérica, en lo que concierne hasta los inicios del XX en que su obra fue, por primera vez, totalmente publicada, ponen al descubierto el tratamiento mezquino que se ha dado a la obra de Emily Dickinson en prestigiosas enciclopedias, tanto inglesas como hispanas, y la abrumadora ignorancia y estrechez de miras con que se ha juzgado, además, la vida y talento singulares de esa intensa personalidad de mujer, cuya mirada deslumbrante desnuda el poema de la difícil y fascinante aventura de la convivencia en cada fragmento existencial.

Walt Whitman al escribir: “…El tendón más pequeño de mis manos avergüenza a toda la maquinaria moderna”, o presentir que …al subir las escaleras de (su) casa, la enredadera que trepa por su ventana le satisface más que toda la metafísica de los libros…, nos entregó claves para acceder a regiones como esta:

“…si cuando vuelvan los petirrojos ya no estuviese viva, al de la Corbata Roja, échale en mi memoria una migaja, y si no puedo darte las gracias porque me encuentre profundamente dormida, sabes muy bien que lo intentaré aún con mis labios de granito”.

¿Pudo haber vivido en soledad una persona que hace este tipo de peticiones? Su soledad no es la del individuo encerrado en sí mismo. Ella no está sola. Desde temprano, en franca conexión con la naturaleza, espera al Petirrojo. De todos los que se allegan, ella lo ha elegido a él. Ese misterio del primer impacto, de la química luminosa, del saber que se puede confiar. Un depósito privilegiado. Porque él vino, se posó en su mano, aún sin conocerla, y ese acto la conmocionó. Es indescriptible la sensación que se experimenta cuando la belleza no te teme. Cuando la ingenuidad del otro ser te pertenece. Cuando se te mira con ojos redondos, y el alcance de la expresión se equipara al efecto de los corredores de luz que bajan por entre los árboles a mitad de la mañana. Intensa magnificencia del instante. Diálogo del corazón con la mirada. La pléyade le hace un coro, no temen ya a la señora gigante. Y ella espera que su piquito llegue a los labios. De adentro le avisan que alguien le procura. El petirrojo se asusta y desaparece y tras él la estela de pájaros, que aunque no es rey, le acompañan. Que disgusto se siente. Qué abrumadora tristeza cuando te roban el espacio mágico que sólo tu gracia pudo conseguir. Para la persona que te lo robó eres una extraña. Excéntrica, irritable. Caso raro de mujer. Y yo les digo: imposible dejar de disfrutar de amistades tan privilegiadas. Pero no hay remedio, la felicidad ha quedado en el pasado. Y esta circunstancia de ser una mujer de vida provinciana que pasaba horas y horas contemplando y viviendo la naturaleza, hablando con los animales, es lo que provoca que no acabe por ser reconocida como la poetisa más grande de la América sajona. En nuestra pequeñez, quedamos impresionados con el espectáculo imponente de una montaña envuelta entre las nubes y los rayos del sol; sin embargo, la revelación divina de lo que ocurre en el interior y los alrededores de una colmena nos provocan, apenas, la sonrisa simpática de la curiosidad. Persistimos en el no escuchar. ¿Por qué enceguecernos de tal modo que no vemos el espectáculo de luz que se ofrece suplicante a nuestra retina? ¿Por qué nos sentimos incapacitados para escuchar la música indescriptible de esa minúscula luz? A las personas suele fascinarle lo escandaloso y gigante. Es el precio de lo “íntimo”, aun sin ser romántico: el de la serena voz, aun sin ser discreta. ¿Hablan los pájaros? ¿Las flores hablan? ¿Hablan la tierra y el firmamento? Sí, hablan, pero en un lenguaje que aún no puede ser descifrado ni publicado en los medios de las personas comunes. De modo que para conocer a Emily Dickinson es menester adentrarse en su poesía. La poesía de Emily Dickinson entra como sutil torrente a la conciencia de la individualidad humana, invitándole a recorrer un intenso camino interior, cercano a los recovecos inverosímiles del mundo externo, en complicidad con su cotidianeidad.

A mi jardín aún no se lo he dicho, / puede que me convenza. / Ahora no tengo suficientes fuerzas / para ir a contárselo a la abeja. / No lo diré en la calle / temo que las tiendas me vean / porque siendo tan tímida e ignorante / tengo la osadía de morirme.

Otro:
Saber llenar nuestra porción de noche / o de mañana pura / llenar nuestro vacío no con desprecio, / llenarlo de ventura. / Aquí una estrella, otra estrella a lo lejos: /alguna se extravía. / Aquí una niebla, más allá otra niebla, / después el Día.

Otro:
Nos gusta marzo, / con sus zapatos púrpura / es joven y esbelto. / Hace fango para el perro y el vendedor ambulante, / después seca el bosque. / La lengua de la culebra sabe cuando él se acerca / y se cubre de manchas / tan cercano está el Sol tan poderoso / que calienta nuestras mentes. / El es el vocero de los otros / morir es fuerte / con pájaros azules volando como piratas / bajo el color inglés que hay en su cielo.

Las posibles respuestas que encontramos al explorar las poesías de Whitman y Dickinson nos presentan puntos de vista, digamos, tentadores.

“La hojita más pequeña nos enseña que la muerte no existe…” -decía Whitman.

“…el alga y la perla crecen en los mares, pero sólo ellos saben en la hondura donde se ocultan.”, afirmaba Dickinson.

Ambos escribieron con especial coincidencia: “…el morir es una cosa distinta de lo que muchos suponen. Y mucho más agradable.” (Whitman)

“…morir no duele mucho, la vida duele más…” (Dickinson)

Cuatro escritores conozco -Emily Dickinson, Walt Whitman, Mark Twain y Edgar Alan Poe- que englobaron en su obra el espíritu y la personalidad del norteamericano. Sin el estudio de su obra no es posible llegar a comprender a plenitud la intríngulis de un dilema aún no resuelto en la conciencia colectiva o intimidad de este grandioso país. Los pueblos deberían empezar por conocer a sus poetas como guía para conocerse a sí mismos. Ese mérito que solemos otorgarle a los filósofos se lo robamos a los bardos, cuando no hay un solo filósofo de mérito que no haya bebido en el manantial de los más grandes cantores. No olvidemos que la poesía es el lenguaje en que se expresa el misterio de la grandeza cósmica. Los pueblos que aprenden a conocer sus poetas llegan algún día a conocerse a sí mismos, porque el conocimiento llega primero a través de los sentidos. Nos comprenderemos a partir de que nos sintamos. ¿Qué ha sucedido con nuestros sueños? Suele preguntarse el norteamericano común. Busquen a sus poetas y hallarán la respuesta; y, además, –como en los salmos- algunas claves. Nada de lo que nos ocurre hoy, se encuentra ausente en el libro del ayer.

Una pregunta similar se la puede hacer también el mundo.