1.5.08

LETRAS

Empuñemos la pluma cualquier día.
Signos queden trazados sobre la blanca hoja;
dirán esto o aquello, cosas inteligibles.
Es como un juego limpio que obedece a sus reglas.
Mas pensad que un lunático, un salvaje, pudiera
por un azar extraño llevar hasta sus ojos
esa hoja, ese campo de estrías y de rúnicas plumadas,
expuesto a su curiosos investigar.
Contemplaría absorto
una imagen incógnita del mundo,
un aposento raro de mágicas figuras.
Vería en la A y en la B al hombre y a la bestia:
Vería agitarse en la A y en la B ojos, lenguas y miembros.
Tan pronto circunspecto como desaforado,
leería a la manera de uno que intentara descifrar
el sentido de las huellas de un cuervo sobre la nieve;
tendría prisa y paz, sufrimientos y afanes;
y tras el aquelarre de los oscuros trazos,
a través de ligados tildes y gavilanes,
vería deslizarse las posibilidades de todo lo creado,
vería los incendios del amor, las convulsiones del dolor.
Asombro, hilaridad, llanto, temblores
le zarandearían en cuanto te descubriera
que allí, en la rígida cárcel de aquellos caligramas,
minimizado en signos, se encuentra el mundo entero
con su ímpetu ciego.
Ya el mundo se le antoja hechizado y tan menudo,
ya los rígidos rasgos, cual cadena de presos, se le antojan
tan semejantes entre sí,
que muerte y ansia de vivir, voluptuosidad y padecer,
se hermanan y apenas se pueden distinguir...
Ahora el salvaje torna en grito
su angustia insoportable: atiza el fuego,
y golpeándose la frente, cantando letanías,
entrega a las llamas la blanca hoja de las runas.
Luego, tal vez amodorrado, presiente
que aquel "no-mundo", aquella futesa encantada,
aquella insoportable sensación, van a se reabsorbidos,
retroceden ya con rumbo a las regiones de lo que nunca ha sido
a las tierras de nadie.
Entonces el salvaje suspira, sonríe; está curado.
Hermann Hesse